La Odisea de Francisco de Orellana en su travesía por el rio Amazonas

El 11 de septiembre de 1542, un puñado de hombres a bordo de una maltrecha embarcación llegaba a la ciudad de Nueva Cádiz, en la isla de Cubagua, frente las costas de la actual Venezuela. Sucios, hambrientos y extenuados, aquellos españoles eran los supervivientes de una expedición que había partido hacía ocho meses y medio de las tierras de Ymara, a orillas el río Napo, en el corazón de la selva amazónica, encabezada por el extremeño Francisco de Orellana. Sin saberlo, habían protagonizado una de las aventuras fluviales más apasionantes de todos los tiempos: el primer descenso del Amazonas, el mayor río del planeta.

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La noticia de la llegada de Orellana y sus hombres corrió como la pólvora por aquella pequeña isla dedicada a la extracción de perlas. El sol lucía implacable sobre las calles de Nueva Cádiz y la población estaba en plena siesta, pero todas las campanas de las iglesias de la pequeña ciudad repicaron lanzando a los cuatro vientos la buena nueva y las gentes acudieron a atender sus necesidades más inmediatas. 

Al encuentro de los hombres de Orellana no tardaron en aparecer otros individuos, aseados y bien vestidos, que se fundieron en emocionados abrazos con los recién llegados. Eran sus compañeros de aventura, a los que habían perdido en el Atlántico dos días antes y a los que no esperaban volver a encontrar. Aquella expedición por el más ancho y extenso río jamás navegado, había culminado felizmente. 

En el camino habían quedado muchos compañeros, pero allí estaban los supervivientes: un total de cuarenta soldados castellanos y dos portugueses de los cincuenta y siete que habían comenzado la aventura. A ellos había que añadir los dos esclavos negros que les acompañaron desde el principio y un trompetero indio que habían incorporado casi al final de su aventura.

Con el recibimiento generoso de los vecinos de la isla de Cubagua y con una misa de agradecimiento al Señor culminaba una odisea de casi un año en el que, en muchas ocasiones, habían llegado a pensar que el río no tenía fin y que jamás iban a sobrevivir a tantos peligros. 

Un puñado de hombres había atravesado de parte a parte un continente, había recorrido más de seis mil kilómetros sin brújulas ni mapas, había descubierto centenares y hasta miles de plantas y animales nunca vistos antes por los europeos y se había enfrentado a tribus caníbales y a pueblos asustados, que se asomaban a las orillas del gran río arrojando sus flechas y cerbatanas a aquellos extraños seres de largas barbas y corazas plateadas que navegaban en estrafalarias canoas gigantes. 

También habían hecho amigos entre algunas de estas tribus, conocieron a las amazonas, descubrieron pueblos con notables habilidades artísticas y probaron los más extraños manjares. En sus cuerpos llevaban la huella de la aventura en forma de cicatrices, miembros amputados y el dolor por la pérdida irreparable de amigos y compañeros de armas. Ahora sólo quedaba contarlo, reivindicar la conquista ante el Consejo de Indias y el emperador y, sobre todo, justificar ante el mundo y ante la Corte una expedición que para muchos había comenzado con una traición.

La aventura había comenzado realmente muchos meses atrás, en Quito y en el puerto de Guayaquil, en el Virreinato del Perú. Todo fue culpa de una leyenda: la de El Dorado y el País de la Canela y obra de la ambición y la poderosa voluntad de dos hombres: Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana.

En la búsqueda insaciable del Dorado

En 1541, cuando comienza la aventura de Pizarro y Orellana, los españoles apenas llevaban medio siglo en el Nuevo Mundo. Hasta entonces, la suerte les había sonreído y en tan breve espacio de tiempo habían encontrado cuatro grandes civilizaciones indígenas ricas en oro y piedras preciosas: la azteca y la maya, en Centroamérica, la inca, en el actual Perú, y la muisca, en lo que hoy es el sudoeste de Colombia. 

Parecía que el continente guardaba riquezas infinitas que estaban al alcance de su mano. Así surgió la leyenda de El Dorado, una tierra rica y llana, al este del Ecuador y del Perú, donde se suponía que existía una civilización en la que el oro abundaba en tal cantidad que su rey se cubría el cuerpo todas las mañanas con resina y luego se espolvoreaba con oro de la cabeza a los pies. Por la noche, El Dorado, que así se llamaba este mítico rey, se bañaba, haciendo que el valioso metal se perdiera en el agua.

A esta leyenda se unía otra que interesaba igualmente a los españoles: la del País de la Canela. Desde que Francisco Pizarro ocupó el reino de los incas, los conquistadores se habían mostrado muy interesados en la variante de canela que utilizaban los indígenas de las selvas situadas al este de Quito. 

Y es que en aquel tiempo, en Europa, la canela valía su peso en oro; de ahí el interés en poner en marcha expediciones hacia aquellos territorios del interior del continente en los que, según las leyendas indígenas, crecía el canelo.

En la primera mitad del siglo XVI, Quito era un lugar propicio para la leyenda y los mitos. Las historias del País de la Canela y de El Dorado fueron sin duda los «mitos impulsores» de la aventura amazónica que, sumados a otros acontecimientos y necesidades, espolearon el interés de los españoles por ponerse en marcha desde la costa del Pacífico hacia el Este. 

Desde que en 1500 se encontró un «mar dulce» en la zona ecuatorial de la costa atlántica de América del Sur, los hispánicos no habían dejado de buscar un paso que comunicase el Atlántico con el Pacífico, una vía cerca de la línea equinoccial que facilitase la comunicación del virreinato del Perú con la península Ibérica.

Y en este escenario, comienza a fraguarse la gran aventura del Amazonas. El primero en sufrir la fiebre de El Dorado fue Gonzalo Pizarro, gobernador de Quito desde diciembre de 1540. Era uno de los tres hermanos del conquistador del Perú y había tomado parte en la victoria española, pero pasaría a la historia sobre todo como el organizador de la primera expedición en busca de El Dorado y el País de la Canela. En febrero de 1541 se puso en camino desde Quito hacia el oriente, a la cabeza de doscientos veinte españoles, doscientos caballos, unos cinco mil indios como porteadores, más de dos mil cerdos vivos y una gran jauría de perros de caza. 

Participaban en la expedición algunos hombres que ya se habían adentrado en el País de la Canela, como Gonzalo Díaz de Pineda (1538-39), llegando hasta el río Coca y el Napo. Igualmente les acompañaban algunos religiosos, entre ellos Fray Gaspar de Carvajal, gracias al cual nos ha llegado la narración completa de los hechos acaecidos. Su Relación es un apasionante relato de aventuras pero también la primera descripción geográfica de las orillas del Amazonas. La historia puede contarse en cuatro grandes actos.

Gonzalo Pizarro, el explorador

Gonzalo Pizarro cumplía con el prototipo del conquistador. Era apuesto, valiente, elegante en el vestir, ambicioso, un gran jinete y un magnífico guerrero, pero también, según dicen las crónicas de sus contemporáneos, era violento y rencoroso. Había nacido en Trujillo en 1502 y tenía por tanto treinta y ocho años cuando decidió comenzar la búsqueda de El Dorado. 

Posiblemente soñaba con nuevos títulos, como adelantado o virrey, y con tesoros que llevar a España, como hizo su hermano Francisco Pizarro. Para comenzar el camino hacia el Este, se puso de acuerdo con su primo y paisano Francisco de Orellana, que por entonces era capitán y teniente de gobernador de Guayaquil y de la Villa Nueva de Puerto Viejo, ambas en la costa del Pacífico. 

Entre ambos conseguirán, con un coste considerable para su fortuna personal, reunir los recursos para poner en marcha una expedición de dimensiones notables para la época, puesto que no era fácil reunir doscientos veinte españoles dispuestos a partir en el recién creado y todavía no muy poblado Virreinato del Perú. A su regreso, derrotado, un año más tarde, Pizarro escribe al rey explicando los motivos que le llevaron a poner en marcha la expedición:

Y asimismo hice saber a V.M. cómo por las grandes noticias que en Quito y fuera de él yo tuve, así por caciques principales y muy antiguos como por españoles, que conformaban ser la provincia de la Canela y laguna del Dorado tierra muy poblada y muy rica, por cuya causa yo me determiné de ir a conquistar y descubrir; y por servir a Vuestra majestad y por le ensanchar y aumentar sus reinos y patrimonio real; y porque me certificaron que de estas provincias se habría grandes tesoros de donde V.M. fuese servido y socorrido para los grandes gastos que de cada día a V.M. se le ofrecen en sus reinos; y con este celo y voluntad gasté más de cincuenta mil castellanos, por los cuales o la mayor parte dellos estoy empeñado, que hice los gastos en socorro de la gente que llevé de pie y de caballo.

Pizarro se adelantó a su primo Orellana, que antes de emprender la marcha tuvo que poner en orden sus asuntos y su hacienda en Guayaquil, de forma que cuando Orellana llegó a Quito para unirse a la expedición de Pizarro, éste había partido ya hacia el interior. Corren los primeros días del mes de marzo de 1541. Orellana va deprisa al encuentro con su primo, no quiere quedarse atrás. 

Acompañado con veintitrés hombres avanza mucho más rápidamente que la enorme «ciudad andante» que acompaña a Pizarro, pero el camino no es fácil: son treinta leguas de sendas difíciles, con frío y fuertes vientos. El camino desde Guayaquil con tan pocos hombres es toda una proeza: el mal de altura hace su aparición y los belicosos indios de la zona (guancavilcas, quiturs, guayas) no les dejan caminar en paz. Por fin, a finales de marzo, los encuentra el capitán Sancho de Carvajal, a quien Gonzalo Pizarro había enviado en su busca. Están en Zumaco, en la provincia de Motín, donde Pizarro ha asentado su real.

Así comenzaba la primera parte de la aventura, en la que Pizarro y Orellana marcharán conjuntamente. La expedición de Pizarro parecía desde el principio condenada al fracaso. Era difícil moverse con aquella partida tan numerosa de gentes, a los que había que alimentar y desplazar por terrenos desconocidos y bajo un clima adverso. Los problemas de Pizarro ya habían comenzado antes, nada más iniciarse el viaje. 

A pocos días de salir de Quito, la expedición se había encontrado en el corazón de una densa jungla en la que tenían que abrirse paso a machetazos. Los indios del fértil valle de Zumaco, a ciento sesenta y siete kilómetros al este de Quito, fueron los primeros en tomar contacto con los españoles, pero ninguno parecía saber dónde estaba El Dorado, y Pizarro comenzó a impacientarse. «Gonzalo Pizarro estaba enfadado porque los indios no le habían dado la respuesta que él quería. 

Continuó preguntando sobre otras cuestiones, pero siempre respondían negativamente», escribió más tarde el cronista Cieza de León. Ante las amenazas y las terribles torturas de Pizarro para sacarles el paradero de El Dorado, los indios decidieron «confesar»: «Sí, estaba más allá, hacia el este», aseguraban. Y hacia el oriente prosiguieron los expedicionarios a duras penas.

Nada más encontrarse con Orellana, Pizarro le nombra su lugarteniente general; le deja cuidando el real en Zumaco, un lugar insano, caluroso y pestilente y se adentra en la selva con ochenta hombres en busca de alimentos y de un camino hacia El Dorado. Pero lo que se extiende ante Pizarro siguen siendo tierras inhóspitas por las que cuesta avanzar una sola legua. 

La expedición fue una auténtica pesadilla: la selva era un laberinto cerrado sobre los españoles que tuvieron que soportar un calor sofocante, una humedad irrespirable y el acoso de hormigas, moscas, mosquitos y otros animales desconocidos. Afrontaron también crecidas rápidas del río que se llevaron la mayor parte de las provisiones y engaños deliberados de los indios, como el cacique del territorio Delicola, que, conocedor de las torturas que los españoles infringían a las tribus para sonsacarles la ubicación de El Dorado, les mintió asegurándoles que más adelante encontrarían unas tierras muy ricas en oro. Tras seguir hacia el este sin encontrar más que selva, decidieron regresar a Zumaco.

De nuevo en el real, donde Orellana había conseguido mejorar las condiciones del campamento, se ponen en marcha todos juntos río abajo, por el Coca, en busca de aquellas tierras más fértiles. Avanzan por las márgenes del río mientras que algunas canoas se adelantan para explorar el terreno, pero la marcha es lenta, la comida escasea, se enfrentan a indios hostiles y el cansancio hace mella. Tanto Pizarro como Orellana estaban convencidos de que estos ríos de la vertiente oriental de los Andes vertían al Atlántico, pero desconocían la dimensión del continente y la longitud de aquellos ríos. 

El Dorado no aparecía, pero tampoco el País de la Canela. Los indios porteadores morían o huían a la selva, por lo que Pizarro llegó a la conclusión, contra la opinión de Orellana, de que lo mejor era construir una embarcación para seguir río abajo con los heridos y con los bultos más pesados, mientras los caballos seguían por tierra.

El 11 de noviembre, el barco, bautizado como el San Pedro, está cargado y listo para partir. Los expedicionarios continúan la marcha, unos por tierra y los otros por el río. Como el barco va más rápido, al final de la jornada su tripulación espera a los compañeros, levantando el campamento a la orilla o aprovechando alguna aldea india donde se apoderan de la comida que encuentran. 

Pero las poblaciones comienzan a escasear río abajo y la selva se hace más densa. Es un avance lento y agotador. Apenas hay comida. Tras una semana de navegación llegan a un punto en el que el río Coca desemboca en otro mucho más ancho y caudaloso, y de aguas más templadas que las del Coca, el río Napo. Avanzan durante cuarenta y tres días pero la situación es cada vez más insostenible.

Los expedicionarios tienen noticias de posibles plantaciones de yuca algo más abajo del río, y Pizarro decide seguir hacia el Atlántico: si no encuentra El Dorado, por lo menos hallará tierras fértiles para colonizar. En esta situación, llegamos a un momento decisivo para la historia: cerca de la confluencia del río Napo con el Aguarico, Pizarro decide dar a Orellana el mando de cincuenta y siete hombres y la embarcación para que navegue por el Napo, uno de los afluentes del Amazonas. 

Tenía la misión de encontrar alimentos y volver lo antes posible junto con sus compañeros. Orellana nunca regresaría. Se excusaría más tarde diciendo que la corriente le arrastró río abajo sin posibilidad de regreso y con los hombres demasiado débiles para tenerse en pie. Por su parte, Pizarro pensó que habían perecido en el río y decidió regresar a Quito en una de las expediciones más tristes y duras de la historia de la exploración del Nuevo Mundo. 

Más tarde, al enterarse de la suerte de Orellana, se sintió profundamente indignado y traicionado. Orellana se llevaba la gloria de haber navegado por el Amazonas, y la gobernación de la Nueva Andalucía; él había tenido que regresar penosamente a Quito, en un viaje de retorno en el que perdió gran parte de sus hombres y pasó las más inimaginables penalidades Entraron en Quito en junio de 1542, descalzos, medio desnudos y cubiertos de heridas, según relató el cronista Cieza de León.

Mas tarde Gonzalo Pizarro rumiaría su venganza ante la traición de su primo. Así escribió al Consejo de Indias:

Confiado en que el capitán Orellana haría lo que decía, pues era mi hombre de confianza, le dije que estaba de acuerdo con la idea de que fuera a buscar alimentos… y le di la balsa y sesenta hombres… Pero en lugar de traer alimentos bajó el río sin dar ningún aviso, dejando solamente señales y restos e indicando los lugares donde habían desembarcado o parado en las confluencias de los ríos… Demostró hacia toda la expedición la mayor crueldad que hasta el momento han mostrado los hombres más desleales.

En su defensa, Orellana argumentaría más tarde que la corriente era muy fuerte y que sus hombres pasaron también enormes calamidades en la travesía: muchos tuvieron que comerse el cuero de sus trajes o la suela de sus zapatos, hervidas con hierbas. Algunos, desesperados, llegaron a comer raíces venenosas, siete murieron de hambre… Todos los esfuerzos por regresar en canoa junto a Pizarro resultaron baldíos. 

Siete días después de dejar a Pizarro encontraron una tribu amistosa que les dio alimentos y allí le esperaron durante un mes, mientras construían dos bajeles capaces de navegar por el río y por el mar. También en esos momentos, Orellana se cubría las espaldas, consciente de la acusación de traición y cobardía que le esperaba si lograba culminar su aventura.

El testimonio más fidedigno de lo que pasó en el río es el del cronista de la expedición de Orellana, Fray Gaspar de Carvajal, que vivió en primera persona aquel momento y que defiende claramente la decisión del capitán. También queda como testimonio el acta que escribe Francisco de Isásaga, nombrado escribano de su expedición en Aparia, poco después de la separación de Orellana, en la que se da fe de cómo, en nombre de su majestad y como teniente general de Pizarro, Orellana toma posesión de los pueblos de Aparia e Ymara, y del vasallaje que le rinden los caciques que vienen a saludarle y a aceptar su dominio. 

Al final se incluye un testimonio, que firman todos, en relación con la decisión de no volver al real de Pizarro. Es una carta que los firmantes dirigen y entregan al escribano y que fue aportada por Orellana más tarde, en la Corte, para desmentir las acusaciones de traición de Gonzalo Pizarro.

El 26 de diciembre de 1541, fecha en la que se separa de Pizarro, comienza la verdadera aventura de Orellana, con un barco derrengado, el San Pedro, y algunas frágiles canoas. Desde esta fecha hasta que deciden que no pueden dar marcha atrás, los cincuenta y siete expedicionarios y los dos esclavos negros, siguen pasando enormes penalidades y, sobre todo, se ven arrastrados por la fuerza imparable del río. Así lo cuenta Carvajal:

Y así, el capitán Orellana tomó consigo 57 hombres, con los cuales se metió en el barco ya dicho y en ciertas canoas que a los indios se habían tomado y comenzó a seguir su río abajo con propósito de luego dar la vuelta, si comida se hallase; lo cual salió al contrario de cómo todos pensábamos, porque no hallamos comida en doscientas leguas (…) 

El segundo día que salimos y nos apartamos de nuestros compañeros nos hubiéramos de perder en medio del río (…) y luego comenzamos nuestro camino con muy gran prisa; y como el río corría mucho, andábamos a veinte y a veinte y cinco leguas, porque ya el río iba crecido y aumentando así, por causa de otros muchos que entraban por la mano diestra hacia el sur. (…) 

Viendo que nos habíamos alejado de donde nuestros compañeros habían quedado y que se nos había acabado lo poco que de comer traíamos (…) púsose en plática entre el Capitán y los compañeros la dificultad, y la vuelta, y la falta de comida (…) pero en confianza que no podíamos estar lejos, acordamos de pasar adelante, y esto no con poco trabajo de todos, y como otro ni otro día no se hallase comida ni señal de población, con parecer del Capitán, dije yo una misa, como se dice en la mar (…) porque aunque quisiéramos volver agua arriba no era posible por la gran corriente, pues tentar de ir por tierra era imposible: de manera que estábamos en gran peligro de muerte a cabsa de la gran hambre que padecimos; y así (…) acordose que eligiésemos de dos males el que al Capitán y a todos pareciese menor, que fue ir adelante y seguir el río o morir o ver lo que en él había (…) y entre tanto, a falta de otros mantenimientos, vinimos a tan gran necesidad que no comíamos sino cueros, cintas y suelas de zapatos cocidos con algunas hierbas…

Así comienza el verdadero descenso del río que les dejará ocho meses y medio después en el Atlántico. Lo que no saben los expedicionarios es que les aguarda una aventura con la que nunca soñaron: más de tres mil kilómetros de navegación por el mayor río de la Tierra, más de ocho meses de penalidades, de hambre y de luchas, pero también de encuentros con tribus amistosas de las que aprenderán sus usos y costumbres, ocho meses de descubrimientos de plantas y animales desconocidos. Les aguardan las amazonas, las tribus caníbales del curso bajo del Amazonas, la maraña de islas de la desembocadura de este gran río que, aunque ellos todavía no lo adivinan, llega a ser tan ancho como un mar.

La gran aventura de Orellana

Con la separación de Pizarro, comienza la verdadera aventura de Orellana, la gesta heroica que pasará a la historia como el primer descenso del Amazonas. Orellana se convierte en el protagonista indiscutible de una expedición en la que partió como segundo. Pero, ¿quién era aquel hombre llamado a liderar esta expedición histórica?

Es difícil encontrar en las novelas de aventuras o en el cine un personaje de perfil tan heroico y apasionante como Francisco de Orellana. Había nacido en la localidad extremeña de Trujillo y era hijo de Francisco de Orellana y de Francisca Torres y primo de los hermanos Pizarro. Sus padres eran hidalgos segundones pero acomodados, y recibió cierta preparación en letras y manejo de la espada, que más tarde les serán muy útiles. 

Estamos en los primeros años de la conquista de América y, como la mayor parte de los jóvenes trujillanos, debió de sentir desde niño una enorme fascinación por la conquista de las Indias que estaban protagonizando sus paisanos. A los diecisiete años ya le tenemos en América central, concretamente en tierras nicaragüenses, de las que pasaría muy pronto al Perú (hacia 1535), quizás junto con Alvarado, con Almagro, o más probablemente con Pedro Álvarez de Holguín, para servir en el ejército con los Pizarro. Entre 1532 y 1538, es decir, entre los veintiún y veintisiete años, consolida su formación militar al lado de los Pizarro y es en estas aventuras, a los veinticuatro años, cuando pierde un ojo a causa de un flechazo, lo que le valdrá para el resto de su vida el apelativo de «el tuerto».

Es un momento único: allí, en aquellos territorios del Virreinato, el joven Orellana se codea con los más famosos conquistadores del Perú. Ya era capitán cuando se pone al mando de quinientos hombres en la batalla de las Salinas, junto a las tropas de Hernando Pizarro. Tras dicha batalla, Francisco de Pizarro envía a su pariente Orellana a poblar la ciudad de Santiago de Guayaquil que había fundado Belalcázar y que habían destruido los indígenas. Aquí es donde nuestro héroe comienza a tomar contacto con la región. 

A los oídos de Orellana llegan las noticias del País de la Canela y de El Dorado, hacia el que han partido algunas expediciones. En 1541 Gonzalo Pizarro se pone en contacto con Orellana y le propone organizar una gran expedición en busca del País de la Canela, y el joven trujillano ve su gran oportunidad y se pone a las órdenes de su primo. Así comienza la gran aventura de su vida.

De las diferentes crónicas sobre la expedición y de sus propios escritos, se desprende la figura de Orellana como un individuo con talla de líder y con claras cualidades personales y militares, fascinado por la idea del descubrimiento y de la conquista de tierras. Esto se verá cuando, desde el momento en el que se separa de Pizarro, parece que la búsqueda de la canela pasa a segundo plano y la finalidad primordial del viaje es alcanzar la salida al mar, la conquista de un amplio territorio que poder reclamar como gobernador. 

Entre las cualidades de Orellana que destacan los cronistas, y particularmente Fray Gaspar que convivió con él en el viaje, figuran su sencillez, su buena relación con los compañeros de viaje y, sobre todo, la habilidad en el trato con los indígenas y una asombrosa facilidad para el entendimiento de sus lenguas. Fray Gaspar alaba especialmente el trato que mantiene con sus hombres y su buen criterio para solventar situaciones difíciles:

(…) y mandó que los heridos se curasen, y yo los curé, porque el Caitán andaba de una parte a otra dando orden a lo que convenía para salvación de nuestras vidas, que en esto siempre se desvelaba; y a no ser tan sabio en las cosas de la guerra, que parecía que Nuestro Señor le administraba en lo que debía de hacer, muchas veces nos mataran…

Este es el personaje que se pone al frente de la expedición a la altura de Ymara. Los primeros momentos de la «escapada» de Orellana son tan trágicos como los que les habían precedido dentro del grupo de Pizarro. El día de año nuevo de 1542 parece que su suerte empieza a cambiar: escuchan tambores. Esto significa que hay poblados cerca y, en ellos, alimentos, pero comienza también el riesgo de encontrarse con tribus hostiles. 

La suerte por fin les sonríe ya que encuentran un poblado de indios que les reciben en son de paz y les ofrecen comida. Orellana no olvida cual es su misión y pide al cacique que mande venir a todos los señores de esa tierra para transmitirles «la causa de su venida, hablarles de parte de Su Majestad y por supuesto de la palabra de Dios que traen». 

En realidad, Orellana toma posesión de aquella tierra, en un acto que infunde mucho ánimo en sus compañeros. No desaprovecha la ocasión para hablar a sus hombres, en un gesto que se repetirá a lo largo del descenso del río y que muestra las notables cualidades de Orellana como líder.

En Aparía (Aparía es el nombre del cacique del lugar y del poblado), Orellana decide aprovechar la colaboración amistosa de los indios del lugar y construir otro bergantín de más porte. Entre ellos no hay ningún experto en construir barcos, pero al menos consiguen hacer más de dos mil clavos que se llevan consigo dejando la obra del bergantín para más adelante. También aquí escuchan por primera vez, largo y tendido, de labios del cacique Aparía, la noticia de la existencia de las amazonas y de sus riquezas.

Continúan río abajo por tierra de indios amistosos hasta un punto en el que Orellana decide que ha llegado el momento de construir el nuevo bergantín. Acude para ello a un carpintero, un tal Diego Mexias, que, si bien no sabe de barcos, al menos organiza convenientemente el trabajo. Todos colaboran y de nuevo parece que la suerte está de su parte. 

Han elegido el mejor lugar para detenerse a construir el barco ya que los indios les ayudan, les proveen abundantemente de alimentos y pueden terminar en treinta y cinco días la embarcación, a la que ponen por nombre Victoria. Están convencidos de que se encuentran ya en el Marañón, aquel río que desemboca en el Atlántico, pero no saben su longitud. Sólo intuyen que se trata de un río de dimensiones sorprendentes, «que parecía mar por su imponente grandeza».

Orellana zarpa de Aparia, nombrando antes alférez a Alonso de Robles. Durante todo el trayecto no bajará nunca la guardia ni dejará de advertir a sus hombres que deberán de tratar con respeto a los indios que encontrasen, y no utilizar las armas si no es en defensa propia, ya que luego volverán para colonizar a aquellas tierras y es conveniente que les reciban en son de paz.

Pero las cosas cambian, ya que a los pocos días, una vez fuera de las tierras del cacique Aparia, vuelven a encontrarse con terrenos despoblados y el hambre vuelve a enseñorearse de las tripulaciones. Los indios que comienzan poco a poco a encontrar son ya mucho menos amistosos. 

En las provincias de Machíparo y de Omaga (u Omagua), los feroces indígenas les reciben en son de guerra, con tambores y trompetas para animarse en la lucha. Pelean con fiereza unos y otros y, a pesar de ello, a lo largo de la narración del viaje de Orellana, sorprende el escaso número de bajas de una tripulación que no llega a sesenta hombres y que se enfrenta en ocasiones a tribus con centenares de guerreros. 

Son sesenta hombres mal alimentados y cansados que, sin embargo, emplean una y otra vez el ingenio y el valor. Carvajal se sorprende repetidamente de la ayuda que Dios les presta, casi milagrosa, para conservar sus vidas en tan difíciles circunstancias. Las ballestas y los arcabuces son las principales armas de los españoles, frente a las flechas de los indios, que, en ocasiones, sobre todo al final del viaje, son venenosas y por tanto enormemente peligrosas.

Pero los españoles consiguen atravesar las tierras de los Omaguas y Machiparao, en continua lucha y con poco descanso. El río es cada vez más ancho y el distanciamiento de las orillas facilita la navegación y también la defensa de los españoles. Son orillas muy pobladas, con enormes aldeas bien organizadas que maravillan a los españoles, a pesar de que no pueden parar en ellas por el peligro que suponían los indios. 

Es en estas tierras de los Omaguas donde se encuentran con la entrada de un río enorme que llega por su derecha, al que ponen por nombre «río de la Trinidad». Son tierras de poblaciones muy grandes y ricas, pero el prudente Orellana decide pasar de largo «por ser los pueblos tantos y tan grandes y haber gente». Para evitar la lucha con los indios, intentan navegar por el centro del río, pero llega un momento en el que Orellana decide tomar tierra en un pequeño pueblo. 

Al llegar, tras luchar con los indios del lugar, encuentran una gran cantidad de comida, pero sobre todo descubren algo que les sorprende enormemente: loza vidriada y esmaltada, de todos los colores. Allí hay tinajas, cántaros grandes, vasijas pequeñas, escudillas, y candelabros. Deciden llamar a la aldea «el pueblo de la loza». Están a medio camino, en pleno corazón del Amazonas. Es una zona rica en la que los caminos parten desde el río hacia adentro, despertando la curiosidad de los españoles, que sin embargo no se atreven a alejarse de las orillas.

El viaje continúa curso abajo en una continua descripción de pueblos y de accidentes geográficos. Carvajal ha dejado noticia de algunos descubrimientos notables, como el del río Negro, cuya descripción es exacta:

(…) vimos una boca de otro río grande a la mano siniestra, que entraba en el que nosotros navegábamos, el agua del cual era negra como tinta, y por esto le pusimos el nombre del Río Negro, el cual corría tanto y con tanta ferocidad que en más de veinte leguas hacía raya en la otra agua sin revolver la una con la otra.

Así sigue siendo: la diferente acidez, densidad y temperatura de las aguas de ambos ríos dibuja una línea nítida que las separa y que puede observarse durante varios kilómetros.

A partir de aquí, Orellana y sus hombres entran en territorios tributarios de las famosas amazonas. Son pueblos grandes, con murallas y muy ricos, en los que encuentran también vestiduras de plumas de diversos colores que utilizan para sus sacrificios. En esta parte del río reciben noticias interesantes: por un lado, una india les da noticias de un grupo de cristianos que se encuentran en un pueblo no muy lejano, probablemente supervivientes de la expedición de Diego de Ordás en 1531. Sorprende el poco interés de Orellana por ir a conocerles. «(…) pero como nosotros no éramos parte, acordamos de pasar adelante, que para los sacar de donde estaban su tiempo vendrá», explica Carvajal.

La segunda de las noticias fantásticas es la existencia de las amazonas, que no parecen ser una fantasía sino una tribu real de mujeres guerreras y poderosas, a las que poco más adelante tienen que enfrentarse en una dura batalla cuando estas acuden en ayuda de sus pueblos tributarios.

Han de saber que ellos son subjetos y tributarios a las amazonas, y sabida nuestra venida, vánles a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios como capitanas, y peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaron volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos y ésta es la cabsa por donde los indios se defiendan tanto. 

Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; y en verdad que hubo mujer de estas que metió un palmo de flecha por uno de los bergantines, y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín.

En la lucha contra las amazonas el Padre Carvajal perderá un ojo, pero consigue salvar la vida.

A su regreso a España, la existencia de las amazonas fue puesta en duda y hay quien opina que en realidad lo que vieron fueron indios con el pelo muy largo. Carvajal, sin embargo, defiende la existencia de estas mujeres guerreras que le habían dejado tuerto y aporta una amplia descripción de sus costumbres, según lo que les relata el indio trompeta.

El Capitán le preguntó si estas mujeres eran casadas: el indio dijo que no. El Capitán le preguntó que de qué manera viven: el indio respondió que, como dicho tiene, estaban la tierra adentro, y que él había estado muchas veces allá y había visto su trato y vivienda, que como su vasallo iba a llevar el tributo cuando el señor lo enviaba. 

El Capitán preguntó si estas mujeres eran muchas: el indio dijo que sí, y que él sabía por nombre setenta pueblos, y contolos delante de los que allí estábamos, y que en algunos había estado. (…) El capitán le preguntó si estas mujeres parían: el indio dijo que sí. 

El capitán le dijo que cómo no siendo casadas, ni residía hombre entre ellas, se empreñaban: él dijo que estas indias participan con indios en tiempos y cuando les viene aquella gana juntan mucha copia de gente de guerra y van a dar guerra a un muy gran señor que reside y tiene su tierra junto a la destas mujeres y por fuerza los traen a sus tierras y tienen consigo aquel tiempo que se les antoja, y después que se hayan preñadas les tornan a enviar a su tierra sin les hacer otro mal: y después, cuando viene el tiempo que han de parir, que si paren hijo le matan y le envían a sus padres, y si hija, la crían con muy gran solemnidad y la imponen en las cosas de la guerra. Dijo más, que entre todas estas mujeres hay una señora que subjeta y tiene todas las demás debajo de su mano y jurisdicción, la cual señora se llama Coñorí (…).

Ante la fertilidad y riqueza de esta parte del río (entre el río Negro y el río Tapajós), que les recuerda a su tierra natal, los españoles la bautizan como «provincia de San Juan». El relato de Carvajal nos permite disfrutar en vivo y en directo del panorama por el río, como si fuésemos nosotros mismos los que viajásemos en la nave Victoria o en la San Pedro:


Es tierra templada, a donde se cogerá mucho trigo y se darán todos frutales; además desta es aparejada para criar todo ganado, porque en ella hay muchas yerbas como en nuestra España, como es orégano y cardos de unos pintados y a rayas y otras muchas yerbas muy buenas; los montes desta tierra son encinales y alcornocales que llevan bellotas, porque nosotros las vimos, y robledales; la tierra es alta y hace lomas, todas de sabanas, la yerba no más alta de hasta la rodilla y hay mucha caza de todos géneros.

La última parte del viaje, aproximadamente desde el río Tapajós hasta la desembocadura, es tal vez la más dura en lo que se refiere a las luchas con los indios, que aquí son caníbales y utilizan flechas envenenadas. Los aventureros están ya cansados, llevan muchos meses río abajo y no ven el final de sus padecimientos. 

Sin embargo, de repente les llega la esperanza en forma de mareas, una prueba de que no están muy lejos del mar. No saben que en el Amazonas las mareas se dejan sentir hasta doscientos kilómetros río adentro y que les queda aún el último laberinto que atravesar: el de las islas que forman la desembocadura del Amazonas.

A partir de este punto la navegación se hace enormemente difícil. Orellana tiene que emplear todo su ingenio y su intuición para conseguir atravesar estas tierras en las que una y otra vez se encallan los ya maltrechos bergantines. Saben que están a punto de salir al océano y se preparan para ello recogiendo agua dulce, maíz, raíces y otros alimentos que encuentran. 

Preparan también sus naves pero sobre todo, se encomiendan a Dios. «Desta manera nos pusimos a punto de navegar por la mar por donde la ventura nos guiase y echase, porque nosotros no teníamos piloto, ni aguja, ni carta ninguna de navegar, y ni sabíamos porqué parte o a que cabo habíamos de echar».

Por fin salen del río por una boca de las muchas que tiene. Según la descripción de Carvajal, viajan por la orilla izquierda del Amazonas, y es de suponer que salen al mar el 26 de agosto por la boca de Pacaxaré y, finalmente, por el canal Perigoso, entre las actuales islas de Caviana y Mexiana. 

Todavía les queda navegar rumbo al norte para llegar a algún lugar habitado. Los dos bergantines se pierden de vista una noche y no se vuelven a ver. Por su parte, la nave Victoria se enreda en el golfo de Paría y por poco termina aquí su aventura cuando tan cerca estaban del final. Por fin, el 11 de septiembre, Orellana y con él el Padre Carvajal, que es el que nos transmite la crónica, llegan a la ciudad de Nueva Cádiz en la isla de Cubagua, fundada en 1547 por Jacome Castellón, y dedicada a la extracción de sus valiosas perlas. 

Allí les espera la grata noticia de que todos sus compañeros del otro bergantín han llegado dos días antes y están todos a salvo. Han atravesado de oeste a este un continente navegando por uno de los ríos más grandes de la tierra.

 Fuente: https://sge.org/exploraciones-y-expediciones/

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Francisco de Orellana y Las Amazonas